Decir que “la salud no tiene precio” suena bien. Es una declaración que evoca dignidad, humanidad y justicia. Pero si no va acompañada de responsabilidad, se convierte en una frase vacía. Porque aunque la salud no deba medirse en pesos o dólares, sí implica costos concretos, decisiones difíciles y recursos que siempre son finitos.
El reciente escándalo en Chile por el uso abusivo de licencias médicas lo ha puesto crudamente en evidencia. Según la Contraloría, más de 25 mil funcionarios públicos viajaron fuera del país mientras se encontraban con licencia médica. Algunos lo hicieron decenas de veces; otros aprovecharon ese tiempo para cursar estudios en el extranjero o disfrutar vacaciones, incluso compartiéndolo abiertamente en redes sociales. No se trata de casos aislados: entre 2023 y 2024 se contabilizaron casi 60 mil movimientos migratorios en estas condiciones.
Más allá del espectáculo mediático, lo que esto revela es una falla estructural. El uso fraudulento de un instrumento creado para proteger la salud laboral termina por debilitar al sistema en su conjunto. Las licencias médicas no son un privilegio, son un derecho legítimo cuando existe enfermedad o necesidad de recuperación médica. Pero cuando se abusa de ellas, todos perdemos. Se generan vacíos en los servicios públicos, se malgastan recursos que podrían destinarse a salud mental, listas de espera o tratamientos oncológicos, y se erosiona la confianza ciudadana.
Solo en 2023, Fonasa gastó más de 1.500 millones de dólares en licencias médicas. A eso se suman los costos por reemplazos y las ineficiencias que provoca el ausentismo injustificado. Y aún más grave: este tipo de abusos abre la puerta a medidas de control que se tornan excesivas por miedo al fraude, afectando a quienes realmente necesitan reposo o cuidado médico, generando burocracia, sospechas y estigmas.
La salud no tiene precio, pero sí exige responsabilidad. No basta con discursos bienintencionados. Necesitamos sistemas de control eficaces, interoperabilidad digital, sanciones ejemplares para quienes defraudan, y protección efectiva para quienes enferman de verdad. Y necesitamos, sobre todo, una ética del cuidado compartido entre trabajadores, empleadores y autoridades.
Invertir en salud es una prioridad incuestionable. Pero su sostenibilidad depende de cómo se administra y de cuánta integridad existe en su uso. Si seguimos repitiendo que la salud no tiene precio sin asumir los costos que implica protegerla y gestionarla bien, el precio —paradójicamente— lo pagaremos todos.